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De Alfredo Moyano
Álvaro
Figueredo es, sin duda, uno de los mayores poetas uruguayos, aunque su obra,
todavía poco difundida, no ha alcanzado aún el amplio reconocimiento (o, mejor,
su conocimiento) que le debe, nos dice Arturo Sergio Visca. Y a continuación el
crítico nos revela la explicación a ese fenómeno. La actitud del poeta mismo,
que, contrariamente a lo que es habitual en el Uruguay, vivió siempre obsedido
por el acto creador, que es lo sustantivo, y no por la ambición publicitaria,
que es lo accesorio.
Valoración
del poeta Álvaro Figueredo a través del conocimiento y captación de su obra. He
aquí una premisa fundamental para la verdadera ubicación del poeta en las
letras nacionales, ya que rastrear en esa obra, es, además de impostergable, un
ejercicio apasionante que nos revela, día a día, la importancia de la misma.
Hablábamos,
anteriormente, de la multiplicidad de vertientes poéticas por las que transitó
el poeta. Y queremos referirnos, en un soneto singularísimo que nos aporte
claves decisivas para la interpretación del poeta afincado entre nosotros.
Abro
el umbral del Álvaro en que moro,
junto
en mi voz el Álvaro a que aspiro.
Doy
un Álvaro al aire, si suspiro,
y
arrojo al mar un Álvaro, si lloro.
Cae
del cielo un Alvaro, si imploro,
nace
en mi sombra un Álvaro, si expiro,
y,
Álvaro solo y sin razón, me miro
si
Álvaro tanto, a solas, atesoro.
De
Álvaro tanto, más que dueño, avaro,
me
voy llorando al Alvaro más duro
para
olvidar al Álvaro en que muero.
Más,
sin quererlo, al Álvaro más claro,
le
brindo el cáliz del Álvaro que apuro,
para
escuchar los Alvaros que espero.
La
riqueza y la perfección del soneto, obviamente, no se opacan ante la
trascendencia de lo que aporta como mensaje el poeta. El Álvaro, los Álvaros,
es el hombre desde su creación, desde su advenimiento a este valle de lágrimas,
es la historia de la humanidad misma trasladada a un soneto, y acá no cabe, de
ninguna manera, hablar de la “evolución de la humanidad”, que no ha determinado
cambios morales positivos, sí a través de otras manifestaciones que quedan
minimizadas ante el estancamiento de lo humano. La creación de la humanidad,
monstruosa forma de autodestrucción, s ece reflejada en ese soneto en todo su
andar. El poeta perfila en forma sencillamente genial el afán de destrucción
desde Caín hasta los Caínes modernos. Y, paralelamente, el poeta se duele de
ese destino aciago que alguien determinó para esta humanidad sufriente. Que el
poeta no revela, eso es cierto. Pero que nos demuestra, una vez más, que todo
poeta es un ser profético, y que, entrelíneas nos está anticipando la dura
realidad del futuro.
Figueredo
fue Maestro de Enseñanza Primaria y Profesor de Secundaria, dirigió el
periódico literario “Mástil” y proyectó el primer Congreso de Escritores del
Interior que se llevó a cabo en 19338 en el Ateneo de Montevideo.
Colaboró
durante muchos años en la revista escolar “El Grillo”, editada por el
Departamento de Publicaciones del Consejo de Enseñanza Primaria y Normal, recopilándose
luego esos trabajos en el volumen “Estampas de nuestra tierra” bajo el título
“Diario de Goyito”.
En
1964 fue designado Miembro Correspondiente de la Academia de Letras del
Uruguay. Con la obra “Exaltación de Bartolomé Hidalgo” obtuvo en 1952, el
primer premio del Concurso Literario del entonces Ministerio de Instrucción
Pública y Previsión Social.
Álvaro
Figueredo nació en Pan de Azúcar el 6 de setiembre de 1907 y falleció en la
misma ciudad el 19 de enero de 1966.
La
preocupación social, también, aparece nítidamente en la poesía de Figueredo. Y,
más, mucho más que la preocupación social, diríamos que aparece la denuncia
social en la poesía de Figueredo, que, halla, en la forma popular del romance,
la mejor forma de dirigir su denuncia a un más vasto público lector. Intuimos
el desgarramiento interior del hombre y del poeta cuando escribe “Romance para
Acompañar a un Difunto”,
Hacia
el norte gris de nubes
arde
el cardal de los teros.
Entre
dos maizales ruines,
tranco
a tranco va el entierro.
Son
veinticuatro jinetes
en
matungos chacareros,
-contado
los tres dolientes,
todos
de merino negro:
pañuelo
abierto en la mano,
barba
clavada en el pecho-.
Los
quince llantos del niño
van
sobre un carro de pértigo.
En
la cruz de los caminos
se
santiguan cuatro vientos.
-Ay…
¡Qué desgracia, compadre!
-Lo
acompaño el sentimiento…
La
helada quemó los trigos
de
Don Juan y de Don Pedro;
y
en las puertas y ventanas
oyeron
golpear un dedo,
mitad
de trigo cuajado,
mitad
de mal sin remedio.
Y
después aquel verano
malo,
malo, seco, seco…
Eran
muchas siete bocas
para
un rancho chacarero.
(-Andá
a decirle al Alcalde,
o,
mejor, quédate quieto…)
El
niño fue por palomas
con
la escopeta a los cerros:
algo,
por quedar callado,
mucho,
por quedarse lejos…
Desde
un alto vio el rastrojo
sin
San Isidro ni perros.
Vio
la luna desuñida
con
su lengua de luceros.
Un
cielo muerto de sed
lamiendo
piedras de enero.
Todo
lo vio desde un alto
casi
acodado en el cielo.
Lloró
por la madre flaca,
lloró
por el padre viejo,
lloró
por sus cuatros hermanos
y
hasta por sus cuatros perros.
Y
se desgranó llorando
Mazorca
de grano entero-,
hasta
los pies le corrían
llanto
y maíz cuarenteno.
Y
apoyó el arma en un tala,
tumbado
en el pasto seco;
metió
el cañon en la boca
y
le halló el gusto a lucero.
(Algunos,
le llaman muerte,
otros
le llamamos miedo,
que
soñar siempre será
morirse
entre pastos muertos.)
Y
como estaba acostado,
metió
en el gatillo el dedo
del
pie y preguntó a la muerte
la
paz de los chacareros.
Lo
encontraron, casi tibio
charco
de sangre y silencio…
-Ay…
¡Qué desgracia compadre!
-El
mal no tiene remedio…
Son
quince llantos que van,
tranco
a tranco, al cementerio.
El
romance es sencillamente estupendo, y solamente un poeta como Álvaro pudo
pintar ese fresco dramático sobre un hecho que le conmovió hasta las raíces más
hondas de su ser.
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